Cómo México se convirtió en un infierno para el paso de migrantes

Por La Jornada Veracruz | Domingo, Julio 20, 2014

Parte I

Había una vez un país donde los perseguidos por dictaduras y violencia encontraron un hogar, donde su gobierno alimentó a los desterrados y les concedió carta de nacionalidad. Una nación que pacificó a sus vecinos de Centroamérica y defendió, casi siempre en solitario, el derecho a no elegir partido en un planeta en guerra. Pero ese paraíso se perdió y ahora muchos le comparan con el infierno. Ese país se llama México, uno de los cementerios de migrantes más grandes del mundo.

Frente a la vieja estación de ferrocarril en el pueblo de Medias Aguas, Veracruz, hay una casa verde con la pintura desgastada y ventanas oscuras. A su lado un par de árboles de mango, junto a la puerta los restos abandonados de lo que alguna vez fue una motocicleta. La casita de una sola habitación es igual a miles en Veracruz y México. Para muchos centroamericanos en situación migratoria irregular la fachada descascarada fue lo último que vieron antes de su secuestro.

Renwald Martín cuenta que cruzaba por el pueblo junto con una veintena de hondureños cuando a sus espaldas se acercó una camioneta azul con tres jóvenes armados en la caja. Corrieron pero al frente llegó otra unidad de color negro y también con hombres que agitaban rifles y pistolas.

El centro de Medias Aguas es una hilera de casas construidas a lo largo de la vía del tren. La calle principal también sigue el camino de los rieles. Es casi la única forma de entrar o salir del pueblo. La otra es internarse entre las huertas y patios de las casas, algunas de ellas sobre una pequeña loma.

Por allí corrieron algunos de los migrantes para escapar de la emboscada. Renwald fue de los primeros y por eso pudo escabullirse entre los perros que le perseguían. “Sentía que el corazón se me tronaba del miedo hijoeputa que tenía”, cuenta en un albergue de Tapachula, Chiapas, antes de su regreso a Honduras. “Lo más cabrón fue que todos cerraron la puerta, todos se metieron a las casas y nomás miraban por las ventanas cómo aventaban a los compas a las camionetas. Yo me salvé porque se fueron así, de pronto”.

Sí. Todos en el pueblo se escondieron menos los secuestradores… Y un joven fornido con gorra de beisbolista y un fusil “grande, negro” que desde la casa verde vigilaba la cacería.¿Miedo, indiferencia o complicidad de Medias Aguas? Quizá todo junto, reflexiona Guillermina Peña Ayala, responsable desde hace ocho años del comedor para migrantes El Buen Samaritano que funciona en el pueblo: Miedo, porque quienes se llevan a los centroamericanos también han secuestrado a sus vecinos. Algunos nunca regresaron.

Indiferencia porque aquí nunca han gustado los “extraños” que desde hace 35 años llegan en el lomo del tren o entre sus vagones, a veces en grupos de pocos, recientemente por cientos cada vez.

Y complicidad porque de ser testigos mudos de la violencia algunos empezaron a participar en los secuestros. “Ahorita ya se da esa situación de que gentes del mismo pueblo están involucradas”, confiesa Guillermina mientras mira atenta por las ventanas del comedor donde conversa con los periodistas, el techo de lámina y el baño apenas disimulado por una cortina.

“Es muy triste porque ellos tienen su trabajo, un sueldo y no se vale ni es justo que cuando unas personas se salen de su país por necesidad, por no ver a su familia en la pobreza, les quiten lo poquito que traen”.

Al final de la entrevista, mientras cierra la puerta del comedor vacío –era domingo y el tren no pasó- la mujer mira de reojo a un lujoso auto BMW que se mueve muy despacio frente al refugio que se encuentra justo frente a un edificio nuevo de la Policía Estatal de Veracruz, abandonado desde hace meses, sin haberse inaugurado.

La silueta de tres jóvenes, una chica entre ellos, se ve por los cristales oscuros. Los rines de acero y la impecable pintura blanca contrastan con el polvo y los árboles resecos del pueblo. “No éramos así”, susurra Guillermina.Es cierto. Medias Aguas no era el coto de caza de migrantes que ahora es, pero tampoco La Arrocera en Huixtla fue el refugio de violadores en que se convirtió, ni Apizaco, Puebla el centro de captura de esclavas sexuales entre las mujeres centroamericanas que llegan con el tren ni San Fernando, Tamaulipas, era la enorme fosa clandestina de migrantes que cobró fama mundial.

México no era así. Hace unas décadas el país era refugio para los exiliados por la violencia de las dictaduras militares en Sudamérica, el que rescató a las mujeres y niños guatemaltecos perseguidos por el ejército de su país, y la zona de paz donde se firmaron algunos armisticios de Centroamérica.

¿Qué nos pasó? ¿Cómo nos convertimos en el páramo que hoy somos?

Veneno

Dos ventiladores apenas espantan el calor del mediodía en Acayucan, Veracruz. El sacerdote Ramiro Baxin Ixtepan sonríe ante el apuro de los periodistas. “Aquí es fresco, en Medias Aguas está más caliente”.

Sí. En Medias Aguas el clima es más agreste pero no sólo por el polvo y el sol, sino por la violencia hacia los centroamericanos que llegan en el tren.

No se justifica, aclara el sacerdote, pero la verdad es que el pueblo no las ha tenido todas consigo. La comunidad sobrevive sin empleos, con el campo devastado, sin ayuda del gobierno municipal ni mucho menos de las autoridades del estado.

Desde hace décadas por Medias Aguas han pasado centroamericanos, y casi siempre encontraron la indiferencia de los vecinos reconoce Baxin, responsable de la Pastoral de Movilidad Humana de la Diócesis de San Andrés Tuxtla. “La gente nunca se sensibilizó con los extranjeros, con su propia vivencia. Eran los que les vendían cosas al doble o al triple de su costo, en eso sí los notaban”, cuenta.

A pesar de la indiferencia los vecinos ayudaban a los migrantes y la fundación del comedor y luego una red de solidaridad en comunidades cercanas es una muestra. No existía el clima de violencia por el que el pueblo fue conocido años más tarde.

Eso ocurrió cuando “llegaron personas que empezaron a meter ciertos venenos” que aprovecharon, dice, “que es una comunidad pobre, con poco trabajo, abandonada”.

Así empezó la violencia. Primero los vecinos de la orilla sur del pueblo, por donde ingresa el tren, acusaron a los centroamericanos de meterse a las casas a robar. Luego, cuando Guillermina y su familia empezaron a alimentar a los migrantes amenazaron con quemar la cocina improvisada a un lado de la estación del tren.

Pronto escaló la tensión. Una noche cuando el ferrocarril llegó particularmente lleno de hondureños y guatemaltecos apareció una camioneta con gente armada que se llevó a cuatro migrantes hacia Campo Nuevo, una ranchería vecina a Medias Aguas.

La siguiente vez que paró el tren llegaron dos camionetas. Esa vez se llevaron a diez. Y luego volvieron, ahora al mediodía, y se llevaron a 15. Algunos vecinos quisieron intervenir pero los repelieron a golpes.

Después a la dueña de una tienda en la orilla norte del pueblo le “aconsejaron” que no hiciera ruido, que dejara de protestar. Días después se llevaron a un vecino de Campo Nuevo.

Entonces ya nadie dijo nada, ni siquiera avisaron a la policía. Fue entonces que algunos empezaron a

cazar migrantes. La inseguridad llegó a tal nivel que la Diócesis cerró temporalmente el comedor El Buen Samaritano.

Los secuestros, golpes, abusos a los viajeros del tren se multiplicaron. “No salía a flote, pasaba pero la gente decía: a mí no me afecta. Cambió cuando el problema se hizo público”, reconoce Baxin Ixtepan.

La violencia empezó a amainar cuando el sacerdote Alejandro Solalinde y otros activistas pro derechos de los migrantes denunciaron el infierno en la comunidad. La Comisión Nacional de Derechos Humanos (CNDH) ha documentado varios casos de abusos cometidos en el pueblo.

Algo parecido estuvo a punto de ocurrir con Olga Sánchez, fundadora del albergue Jesús el Buen Pastor de Tapachula conoce de cerca la ambigüedad de esta legislación. Las primeras veces que llevaba a migrantes mutilados a su casa algunos policías municipales amenazaban con encarcelarla.

“Decían que era pollera, que iba a cobrar a los muchachos por cuidarlos. Yo respondía, ¿pero de dónde van a sacar dinero para pagarme? ¿Qué no ven que el tren les cortó una pierna?”.

En las comunidades de la frontera de Tabasco con Guatemala, cuenta Pedro Pantoja, el INM y la policía local establecieron un sistema de terror a quienes ayudaban a los migrantes. “La gente decía: tenemos miedo, nos amenazan, nos detienen por darles de comer”.

Así, los pueblos en la ruta migratoria al norte cerraron sus puertas a los migrantes. Aislados eran, son, aún más vulnerables.

Cosa fácil

Durante once años organizaciones pro derechos de migrantes presionaron para modificar la Ley General de Población, algo que se consiguió en noviembre de 2012. Varios están inconformes con el nuevo texto, otros lo ven como un paso adelante. “Si le buscas algo malo lo encuentras”, dice Flor María Rigoni.

Nueva ley y los abusos no cesan, subraya la organización Sin Fronteras. Entonces el problema no era sólo la legislación.

Se han filmado películas sobre la tragedia en el lomo de los trenes cargueros, existen reportajes, documentales, libros, recomendaciones de organizaciones de derechos humanos nacionales y extranjeras pero los secuestros, abusos sexuales y extorsiones se mantienen vigentes. El anonimato, pues, tampoco explica la violencia. ¿Cuál es el fondo del asunto? Ramiro Baxin dice que muchos mexicanos extraviaron la generosidad y ahora se concentran en sí mismos. Pedro Pantoja piensa que el país fue mutilado por las políticas neoliberales y el nuevo modelo de sobrevivencia económica.

Pero quizá la respuesta la tengan personas como José García. Era albañil en Las Choapas, Veracruz, pero un día empezó a secuestrar hondureños porque era un trabajo sencillo y de muchas ganancias. Así se mantuvo hasta que la policía estatal le capturó en 2012. Recientemente escuchó su sentencia de 40 años de prisión.

Eso puede ser. Los migrantes son presas que están a la mano de los delincuentes y autoridades. No denuncian los abusos, y cuando lo hacen suelen ser deportados sin esperar a que culmine el proceso judicial.

Una costumbre casi nueva que cobró arraigo en el país: desde hace varios años, abusar del más vulnerable en México es cosa fácil. Los secuestros, entonces, cambiaron de lugar. Ahora ocurren sobre todo en Campo Nuevo, tres kilómetros al oriente del pueblo, donde los plagiarios sacan rápidamente a sus víctimas a la carretera que comunica con Acayucan y Coatzacoalcos.

Lo que pasó en Medias Aguas es un reflejo del país. La gran oleada centroamericana tras el huracán Mitch de 1998 encontró a un México que apenas empezaba a superar la crisis financiera de 1995, con una migración al norte que superó las 600.000 personas por año y con la frontera norte sellada por las operaciones Guardián y Río Grande que aplicó la Casa Blanca.

A la violencia política se sumó un gradual aumento de delincuencia en las calles. En 1998, por ejemplo, se cometieron por primera vez en la historia más de un millón de delitos de los cuales sólo el 2% fue investigado y recibió algún tipo de sanción. Desde entonces la cifra se mantiene en los mismos parámetros.

Fue también la época de los linchamientos a presuntos ladrones y secuestradores que festinaban Tv Azteca y Televisa. Un país de pobres al que llegaron de pronto miles de seres paupérrimos y desesperados.

Esta mezcla explica en parte el extravío de la solidaridad de otros tiempos, dice el sacerdote Pedro Pantoja, director del albergue Belén, posada del Migrante en Saltillo, Coahuila.

Un proceso que afectó a todos, incluso a la cúpula de la Iglesia Católica mexicana que desde la década de los 90 empezó una dura campaña en contra de la teología de la liberación, y los obispos y sacerdotes cercanos a los pobres, sobre todo quienes ayudan a migrantes.

“Esa ausencia de justicia se filtró en toda las estructuras, en la iglesia, en las universidades, en los partidos políticos, en la sociedad. Realmente cuando uno luchaba contra la criminalización no sabías a quien tenerle más miedo, si a las estructuras políticas o a la sociedad civil que era muy cruel, colaboraba con la denuncia, la persecución de los migrantes”.

La Encuesta Nacional sobre Discriminación en México 2010, hasta ahora la única del Consejo Nacional para Prevenir la Discriminación (Conapred) que aborda el tema de los migrantes, indica que en el país abundan hábitos de intolerancia que repercuten en el ejercicio de los derechos de las personas en situación migratoria irregular.

Siete de cada diez mexicanos, indica el sondeo, consideran que los extranjeros provocan división en la sociedad, algo que cuestiona la imagen que el país presume allende sus fronteras.

“Los datos confrontan directamente el discurso y el imaginario de una sociedad que se autodenomina multicultural, hospitalaria, generosa con quienes vienen de fuera”, subraya la Encuesta.

¿Por qué esta doble cara? México tiene el alma envenenada, responde Pedro Pantoja. Una toxina que paulatinamente se apoderó de la parte sana del cuerpo, porque antes el país era distinto. Y como en Medias Aguas, el envenenamiento nacional se mantuvo en silencio antes que se notaran los primeros síntomas de la agonía.

Candil de la calle…

La evidencia más clara de la transformación del país se remonta a la década de los años 80.

Aunque en la región del Soconusco, al sur de Chiapas, siempre ha habido un flujo constante de guatemaltecos, la primera gran oleada de centroamericanos hacia México ocurrió en 1982 cuando el general Efraín Ríos Montt encabezó un golpe de estado en Guatemala e impuso una nueva dictadura militar, la más sangrienta de la historia reciente de ese país.

Casi de inmediato el ejército guatemalteco aplicó la operación “tierra arrasada”, eufemismo militar para disimular el genocidio en contra del pueblo Maya-Ixil que vivía en el Departamento de Quiché, fronterizo con México y a quien acusó de proteger a la Unidad Revolucionaria Nacional de Guatemala (URNG)

Más de 46.000 personas huyeron del asedio militar y se asentaron en Chiapas, donde crearon enormes campamentos en sitios como Frontera Comalapa, Flor de Café, Nueva Libertad o Pinar del Río que en esos años eran, virtualmente, el último rincón de México no sólo por la distancia hacia la capital del país sino por el abandono centenario de esas tierras. Los militares guatemaltecos iban de cacería a los campamentos de refugiados, y entonces el gobierno mexicano emprendió una acción que ahora parecería increíble: además de proteger a los refugiados, les ofreció comida, atención médica y luego reubicó a miles de ellos en Campeche.

Pero lo más importante fue que la Comisión Mexicana de Ayuda a Refugiados (COMAR) tramitó la regularización migratoria de quienes lo solicitaron, e incluso a muchos les ayudó a obtener la nacionalidad mexicana.

El apoyo hacia el pueblo Maya-Ixil era parte de la estrategia de México quien fue, por ejemplo, el principal impulsor de la pacificación de Centroamérica a través del Grupo Contadora, además de que abrió las puertas para muchos salvadoreños y nicaragüenses que huyeron de la guerra civil en sus países. Y antes ofreció refugio a exiliados chilenos y argentinos perseguidos por las dictaduras militares.

Paradójicamente la cara solidaria que el país mostraba en el extranjero contrastaba con la política interna hacia los movimientos sociales, recuerda Pedro Pantoja. De hecho por esos años se hizo común la frase “candil de la calle, oscuridad en casa” para definir la política exterior del país.

Algo que conoce bien el religioso, quien durante la década de los años 70 y 80 estuvo muy cerca de algunos movimientos insurgentes en Centroamérica, acompañó las primeras visitas a México de la primera Junta del Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN) y formó parte del grupo reducido que atestiguó las conversaciones de paz entre el frente Farabundo Martí de Liberación Nacional (FMLN) y la junta militar de El Salvador.

Ciertamente muchos migrantes y refugiados se beneficiaron con esa estrategia oficial de doble cara, pero también de la sociedad misma que no se sentía invadida por los extranjeros.

“Era un México reivindicativo, estábamos en los movimientos sociales aun cuando había empezado la terrible guerra sucia”, recuerda. “Era la vivencia, desde la iglesia también, de la teología de liberación, comunidades eclesiales de base, una politización muy avanzada de parte de movimientos cristianos y había una universidad mucho más abierta, que ahora ya no se da”.

Todo eso cambió. Y la fecha de la ruptura es el 3 de noviembre de 1998, cuando el huracán Mitch devastó parte de Centroamérica. “Allí comienza la maldición represiva de la migración”, dice el sacerdote.

*El texto forma parte del proyecto En el Camino, realizado por la Red de Periodistas de a Pie con el apoyo de Open Society Fundations.